Apoyada en su cayado, frágil, encorvada, toda con el uniforme negro de los ancianos de la aldea. Solo un toque de color en el mandil, solo un toque discordante en el pañuelo de la cabeza. La anciana renqueante avanzaba por el camino de tierra que unía el cementerio con la villa, camino que conocía hasta sus últimos detalles, aquel paseo era su rutina desde hacia 25 años.
Este año todo estaba mas lejos, todo pesaba mas, ella con sus casi 100 años era una superviviente, tenia en su cuerpo la marca de las estaciones, su piel antaño tersa y sonrosada, se había ido trasformando en la imitación de la corteza del viejo chopo, aquel que estaba al inicio del camino que saliendo de la villa, iba hacia el cementerio y saludaba, o despedía a los que iniciaban el viaje del que nunca se volvía.
El otoño de ese año estaba siendo muy templado, las flores, los frutos aun estaban luciendo su esplendor en los arboles, en los prados. Las cigüeñas de la torre de la iglesia remolonas aun no habían iniciado su largo viaje. Los arroyos que rodeaban el pueblo bajaban casi secos, las hojas de los arboles se coloreaban con los dorados de aquel atardecer, con el rojizo de las mañanas.
Despacio, pero sin pausa, lentamente, esquivando los baches y las piedras, su camino se acababa, las tapias de piedra se asomaban, los vigilantes solitarios siempre firmes, de un verde grisáceo que eran los cipreses marcaban el final del camino y la puerta que estaba guardada por una cancela de hierro forjado. Ella siempre había pensado que no se necesitaba tanta seguridad para aquel recinto de paz. Allí se debía estar muy bien, pues nadie había regresado después que lo hubiesen llevado, en su cara arrugada una mueca que quiso parecer una sonrisa se formo ante aquella ocurrencia.
Cuando alcanzo el agarrador de la cancela, lo empujo, un chirrido metálico resonó en el valle. Los pájaros asustados que estaban en los arboles de alrededor emprendieron su vuelo. Al traspasar aquella imaginaria línea entre lo humano y lo divino, su mente se adapto a la solemnidad de las lapidas de mármol. Su recorrido comenzó entre las lapidas, a todos los conocía, todos de algún modo habían sido parte de su vida. Sus paso lentos vacilantes, acompasados por el sonido de la madera del bastón contra las losas del suelo, la dirigían hacia los lugares conocidos, primero sus abuelos, sus padres, aquel hijo que murió nada mas nacer.
Al fin llego, la lapida negra, siempre brillante, con letras esculpidas en una cruz del mismo material. Allí descansaba aquel que nunca le dio paz, aquel que la hizo sufrir durante 50 años, aunque no todos los años fueron malos se decía ella misma. Otras mujeres habían tenido peores maridos, ella al fin y al cabo no recibía palizas siempre.
Se sentó en la lapida que estaba enfrente, la de su suegra, la pobre mujer que había sufrido como ella la dureza de un hombre rudo, pero que nunca había tenido un gesto de cariño para con ella. Quien la viese no diría que hacia eso de sentarse en la lapida como un agravio, ella lo hacia aposta, lo hacia como venganza, ahora le ponía el culo en la cara. Era la única maldad que había echo en su larga vida.
Allí sentada, saco un hatillo, un pañuelo atado, dentro de el había unas pasas, cogió una y se la puso en su boca carente de dientes, el dulce sabor le lleno la boca, miraba la lapida de su difunto marido, sabiendo que la paz ahora y desde que lo enterraron si era posible, también sabia que nunca mas nadie le pondría la mano encima otra vez, recordó las ultimas palabras que le dijo cuando metieron su caja en la fosa, palabras susurradas, palabras quedas, amargas.
Recordó las lagrimas, lagrimas de tristeza, odio, amargura y felicidad.
Hoy solo le venia a decir que a ella pronto le llegaría el turno, que otro dia mas había podido ver la luz, el sol, que la vida era un regalo, que su única esperanza era vivir un día mas. Esperaba que el día que ella se despidiese del viejo chopo, no la enterraran con el, tenia dispuesto que la enterraran con sus padres y el hijo que murió. No podría soportar toda la eternidad yacer al lado de aquel miserable, sabia que eso le dolería mas que cualquier otra cosa.
Se levanto, paso un trapo por encima de la lapida. Se fue hacia la salida del cementerio, cerro la cancela que volvió a chirriar, ahora ante sus ojos se veía el viejo chopo, la torre de la iglesia, el camino, se veía el final de un día mas. Mañana podría volver a sentarse sobre su suegra, o quizás mañana la trajesen a hombros. Bueno su vida había sido larga y nadie esta para siempre, solo el viejo chopo para decirnos adiós.
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