lunes, 20 de septiembre de 2010

Araceli (capitulo I)

La infancia
Esta es la historia de una mujer muy especial en mi vida, no fue una heroína, era como muchas abuelas una mujer que supo sobrevivir, que dio sin esperar, que vivió, nadie le ha dedicado nunca una calle donde nació, pero en mi corazón y recuerdos tiene una ciudad. Muchos cosas son verdad, otras son una licencia literaria que me he tomado, lo único cierto es que era una luchadora. He decidido hacer varios capítulos, si no os gusta no seguiré escribiendo la historia.

La chica menuda, morena, de ojos profundos, la más pequeña de sus hermanos y hermanas, no por edad, por tamaño. Vestida con ropa gastada, pero limpia, siempre limpia impoluta, blanca como las paredes encaladas de su pueblo. Pueblo que hacia juego con ella, pueblo pequeño, de callejas desordenadas como el pelo negro del que hacia gala. Su tez broceada por el sol, el viento, por el juego en la calle, por el trabajo en los olivares.

Corría el siglo XIX, cuando en la llanura cordobesa despertaba a la vida, pero a que vida, nunca imaginaria que ella y toda su generación serian victima de casi un siglo de desastres, que viviría marcada por acontecimientos que ocurrían lejos mas lejos de la era del “colorín”, que en su cortijo rodeado de Olivos centenarios no habían decidido, pero que marcarían su vida.
Sus padres eran peones que gracias a su sudor, a los callos de sus manos, a su espalda encorvada, habían podido comprar una casa con un patio y una cuadra para los animales, cien olivos, una pequeña huerta. No lo compraron todo de golpe, lo hicieron a lo largo de toda su vida. Una vida de hogaza de pan, aceitunas, aceite, algún zorzal, alcaparras y remiendo sobre remiendo en ropas gastadas que una vez fueron nuevas.

La niña siempre alegre, siempre sonriendo, descalza porque las alpargatas se guardaban para el día del señor, así como la cinta para el pelo y el vestido heredado de la señorita. La hija del cacique de aquellas tierras a la que su madre le componía la ropa, le lavaba la colada. En resumidas cuentas la servía por algunos reales, algunos míseras limosnas como eran los zapatos viejos, los vestidos pasados de moda y ajados, los platos desportillados, Vamos el jornal de un andaluz hace dos siglos.

Araceli, que así se llamaba estaba en el patio que se formaba entre la humilde casa, la cuadra donde se guardaba La mula Centella(Araceli nunca entendió porque del nombre) y el borriquillo al que llamaban Pachón, en el extremo sur del patio estaba el brocal del pozo que su padre había terminado de cavar ese año y que desde entonces les facilitaba la vida a los componentes de aquella familia, ya no tenían que ir con las cantaras hasta el manantial que estaba a media legua de su casa. Pero a la vez había echo que el aislamiento y la soledad alejasen un poco mas aquel cortijo. Ella no era una niña solitaria, es mas, a lo largo de su vida nunca estuvo sola, ni tampoco fue una niña, siempre fue madre, tubo vocación. Hay seres humanos que nacen con la vocación de medico, de arquitecto, de religioso; ella de madre, por vocación y por el destino.

Ese año parecía que iba a ser buen año de campo, de vida, de comida. Un pequeño cochinillo compartía el patio amurallado de la vivienda, era el compañero de juego de Araceli, aunque ella sabia que era un juguete pasajero, pues el animal crecía cada día mas que ella, y en poco tiempo en vez de cómo juguete lo vería como comida para el invierno que vendría. También en el corral junto a la media docena de gallinas y el gallo pelao y malo que la picaba cuando entraba a coger los huevos, a limpiar el gallinero, a darles de comer, crecían dos pavitas. Todo crecía en su familia, su madre también crecía, estaba esperando otro hijo, un nuevo hermano del que tendría que asumir el roll de madre. Y con el que viniese serian 5 hermanos, ella era la tercera, delante estaban sus hermanos, Rafael y Antonio. Rafael era el doble de edad y de tamaño que ella, Antonio dos años mayor que ella, su pesadilla pero al que mas quería, la hacia de rabiar, pero era tan bonico, eran como un ruiseñor, siempre cantando. Cantaba cuando volvía del campo con su padre, y ese y el ruido de los cascos de Centella era el aviso de que los hombres llegaban, cantaba cuando tenía hambre, para acompasar el ruido de sus tripas (como hacia dos años que fue el año muy malo), cantaba si estaba cansado, si estaba triste, por no llorar, por no gritar. Su voz siempre era cantarina y melodiosa. Era la alegría del cortijo, la alegría de su madre, su alegría. Y luego estaba Francisco, hay Francisco, con la mitad de sus años, rubio como su abuela, con ojos azules como su madre, pequeño, aun mas pequeño que ella; a el no le quería, al el le adoraba, era su muñeco, su tata, su Paquillo, a el le había enseñado todo lo que ella sabia, le gustaba mirarle correr con el culillo al aire, con paso torpe, siempre sonriendo, gritando, siempre llamándola, preguntándola. Chacha ¿y las lagartijas porque pierden la cola? Chacha ¿Y los pájaros y las mariposas porque se mantienen arriba?

Araceli siempre le decía Paquillo, porque dios lo quiere, el perplejo le decía: ese señor si que es poderoso. Esa lengua de trapo de algodón, esa cara de querubín, esa piel blanca que recordaba a su madre la piel de su familia venida de Castilla cuando ella era como Araceli. Pero aquello que estaba tan lejano prefería olvidarlo, ella era Andaluza, se sentía así, es mas sus acento, sus formas, sus quereres, su hombre; todo era Andalucía pura.

El padre y señor del castillo (porque Araceli siempre pensaba en su cortijo como un castillo) Francisco Páez Martos, era un hombre moreno, de piel oscurecida por la vida en el campo, por el sudor y el polvo mezclado con la sangre, de estatura media, tal vez un poco mas alto, honrado, muy honrado, demasiado honrado (eso le decía su mujer. Un hombre enamorado hasta los tuétanos de su esposa, que quería a sus hijos (porque eran suyos) de una familia pobre como las ratas. Pero quien no lo era en aquella época. El menor de 9 hermanos, el consentido de sus padres porque le mandaron hasta los 7 años al colegio, lo que le permitió aprender las cuatro reglas y leer su nombre, y ha no tener que firmar con una cruz. Anclado en la tradición, de misa de Domingo; aunque no tuviese con que comer ese día, de recta disciplina forjada por una sociedad donde se sabia el puesto de cada uno.

Francisco, bueno todo el mundo lo conocía como Paquillo el de la Sabina(a su familia la llamaban la Sabina, muy bien no se sabe porque) quería a sus hijos a su modo, pero quería especialmente a su hija y al pequeño, y deseaba que lo que viniese fuese una niña, que fuese como su esposa. Paquillo nada mas llegar siempre les daba algo a los dos pequeños. Araceli esperaba siempre ansiosa en el atardecer multicolor de aquellas tierras oír las canciones de su hermano, acompasándose al cansino trotar del pollino. Y antes de que entrasen en la curva que daba al portón de su casa la voz ronca y autoritaria de su padre, mandándole callar. Ella siempre se sorprendía de la llegada o hacia que se sorprendía. Siempre corría a los brazos de su padre, y el sacándose de dentro del capote que cubría su espalda le daba: unos días unas moras, otros un nido de pajarillos con sus huevos, otros alguna flor tan bonica como su sonrisa. Ella era feliz con poco, él calmaba su amargura con poco.

El tenia en su corazón la negra culpa de no haber podido ir a la guerra como sus hermanos, de los cuales tres habían muerto en Filipinas, uno en Tetuán y dos mas estaban o eso le habían dicho en Cuba enterrados. Su padre decidió que ya no quería vestir más de luto, y no le dejo embarcar hacia Cuba. Solo le quedaban sus hermanas, y la vergüenza de no haber podido morir (absurda vergüenza, pero entonces era una cosa honrosa).

Para la niña cuando escuchaba a su padre y a su madre hablar de esto, no entendía porque su padre decía: “maldita se mi sombra, maldita sea mi vida”, y su madre le tomaba la mano y le decía Francisco (para ella siempre seria Francisco, no le gustaba lo de Paquillo), si hubieses ido no estarías conmigo, ni esta noche dormirías en mi lecho. Él agachaba la cabeza tomaba su mano, la llevaba a sus labios, la besaba, y salía al patio a liarse un cigarrillo.
Era una vida sencilla la de la familia, una vida cuasi monótona, una vida marcada por las cosechas, el cambio de estación, y la venida al mundo de sus nuevos integrantes. Todo estaba ordenado, todo tenía su sentido. Todo estaba donde tenía que estar.

Araceli veía pasar los días como si fuesen parpadeos, se desarrollaban rápidamente, acababan aun más rápidos, todo pasaba como en un sueño. Su hermana nació antes de la recogida de la aceituna, en la familia eso significo un buen presagio. Todos los niños vienen con un pan debajo del brazo; era cierto, la costumbre del señor latifundista era envía un cesto con pan, dulces y una toquilla.

Dulces, pensaba Araceli; y la boca se le hacia agua, aquellos pestiños con azúcar y miel, las rosquillas de aguardiente, las mantecadas de almendras, los roscos de vino. Los hornazos con un huevo en medio y con el bollo de sabor de anís. Que bonica era su hermana.
Cuantos sueños tenia con ella, a partir de entonces tendría compañera de juego, confidente, amiga, seria otra mujer más para ayudar en las labores del hogar. La vida corría desbocada como el perro como los pájaros veloces que cruzaban el cielo hacia la tierra de los moros. La vida era día y noche, invierno, verano, lluvia y sol. Una vida sencilla, una vida sin muchos cambios.

Así paso su infancia, dejando atrás los juegos que eran ya una nebulosa, así se fue convirtiendo en una mozica, los ojos profundos de niña descubrieron unos ojos oscuros de una bella mujer en ciernes, sus ropas, su cuerpo fue cambiando, dejando entrever la belleza heredada de su madre. La adolescencia la alcanzo sin que ella se diese cuenta, sin que sus padres pudiesen evitar que entrase en los muros altos que rodeaban el cortijo.

Sus hermanos se convirtieron en unos apuestos mozos, que eran el no vivir de varias muchachas de los alrededores. Pero eso es otra historia y puede que os la cuente otro día. Descubrió que ella también era el sin vivir de varios mozos que no le quitaban la mirada cuando todos los domingos cumplían con la piadosa obligación de ir a escuchar la misa. Su casa siguió creciendo, tanto de tierras, como de habitaciones, como de hermanos y hermanas. Ella se convirtió en una mujer, pero eso os lo contare en el próximo capitulo.

4 comentarios:

  1. me gusta mucho y me identifico con todo lo que dices

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  2. Nos estás haciendo esperar los siguientes capítulos...
    No sé con qué quedarme de tí: con la poesía, con la prosa o con las fotografías...
    Sigue escribiendo, por favor, no nos dejes con la miel en los labios.
    Un abrazo

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  3. Os ruego tengáis un poco de paciencia, en breve terminare el segundo capítulo. Ahora estoy de viaje y no tengo el ordenador, para continuar. De rosa formas muchas gracias por leer esta historia.

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  4. Qué grande eres!
    Y ante mis ojos, que no pierden su expresión de asombro, creces por momentos....
    Gracias por estar...
    Gracias por ser...

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