lunes, 19 de abril de 2010

El pueblo

Por el viejo pueblo de calles empinadas, paseaba lentamente, apoyado en su bastón un hombre que por sus arrugas parecía que tenía la misma antigüedad que las calles gastadas que ahora pisaba. El pelo cano, cubierto por una boina negra, del mismo color que los tejados de aquella aldea perdida en medio de los montes. Las manos ásperas, llenas de callos, escritas de infinidad de cicatrices, producto de una larga vida de empuñar otro astil de madera, no el que actualmente era su apoyo fiel. Su cuerpo era enjuto, pero fibroso, aun quedaba el recuerdo de su vigorosa juventud, era como la imagen de su querida aldea.

Hacia ya mucho tiempo que nadie oía en las calles gritos y risas de juegos, solo los fines de semana los locos de la capital venían a perturbar la paz y monotonía diaria, aquellos locos e ignorantes que creían que la vida allí era mas fácil. Si supieran los días que había pasado asilado, sin más compañía que un buen fuego, su gato y sus recuerdos. Si supieran las semanas que había tenido que comer el pan duro amasado y cocido en el horno del pueblo una vez al mes, O no tener electricidad y en el invierno tener que acostarse cuando la nieve empezaba a caer.

Cuantas cosas habían cambiado ahora, luz, teléfono, carretera; porque antes había una senda que les unía con el pueblo mas cercano que estaba a un día de camino en burro (para los que tuvieran burro). Cuanta soledad y aislamiento, pero lo mas triste lo mas doloroso, lo que nunca nadie de fuera podría comprender era la perdida. Porque el había perdido tantas cosas, primero fueron sus padre, pero sus hijos compensaron aunque nunca sustituyeron, después los amigos, las fiestas, las risas de niños, luego se fue ella; bueno realmente solo se mudo para esperarle eso era lo que el pensaba. Después sus hijos se fueron a la ciudad allí no había futuro dijeron, los amigos que también como ella se mudaron.

La vida se empezó también a perder, porque el la dejo escapar, no porque no la amase, ni siquiera porque desease reunirse con su amor, simplemente porque estaba cansado, porque el verde de la primavera cada día se le hacia mas pardo, porque el blanco de la nieve cada día era mas gris. El azul del cielo, nunca le sorprendía ya, ni el cielo estrellado, ni el ruido del deshielo a lo legos en las cimas de los picos que rodeaban sus orígenes.

Al pasar por la plaza, miro la fuente, la iglesia, miro el valle que desde allí se podía ver con toda la magnificencia de la naturaleza aun no hollada por el mundo moderno, el sol caprichoso alumbraba aquí y allá por entre las nubes, creando escaleras de luz que ascendían hasta perderse en la maraña algodonosa que era la bóveda de aquella catedral. Los colores dorados de las hojas del año pasado contrastaban con el verdor incipiente de los brotes de este año.

Se volvió a maravillar de aquel instante, de aquella belleza, y supo porque el no se fue, porque el seguirá en aquel añejo paisaje hasta que se mudase con su querida mujer. El viento caprichosos y juguetón arremolino cerca de la fuente unas hojas que le recordaron cuando el era un chaval y jugaba con los otros críos al corre-corre que te pillo alrededor del pilón, de la fuente, de la iglesia. Bueno ahora sonrió ya no corría ni aunque se escapase el toro del "Salva".

Se sentó, apoyando su dolorida espalda contra la rugosa pared de pizarra, he hizo balance de todo lo que había vivido a sus ochenta y muchos años. Era cierto que había tenido carencias, pero también que nadie podría nunca haber sido tan feliz como el, con tampoco. Tenía su paisaje, no necesitaba ver cuadros teniendo ese paisaje. Nunca había viajado mas allá de su comarca, pero tampoco necesitaba conocer mas allá, su mundo era tan suyo, sus rincones eran sus paraísos, cierto que nunca había visto el mar en persona, pero se imaginaba que rea como la laguna, pero mas grande y salado. No conocía que era aquello la cocina de autor, él era el autor de su cocina, sencilla pero contundente cuando había para cocinar, frugal cuando no había, pero siempre y en todo momento natural, “lo que un hombre cultiva o cría con sus manos siempre es sano”. Ese era un dicho de su comarca.

Bueno, empezaba a refrescar, se levanto con su ritmo, lento, igual que el tiempo en su vida, su ropa gastada, como las losas de pizarra que cubrían el suelo de la calle, se encamina hacia su morada, con su bastón que había heredado de su padre, eran su herencia familiar, al agarrar su mango curvado, aun notaba la calidez de la mano de su padre, aquella mano ajada y áspera por haber sostenido durante tanto tiempo el astil de la azada, del hacha, las riendas del carro de bueyes, pero tan delicada cuando protectora cogía su mano.

En fin aquel día era tan especial como todos los pasados, como todos los que aun le regalase la vida, aquel día era otra muesca más en la madera de su existencia y no le desagradaba. Su figura se fue perdiendo, acoplando al paisaje, se difumino y mimetizo como si el fuese parte del cuadro que solo unos ojos acostumbrados podrían ver. El viejo pueblo, con sus calles viejas y sus gastados habitantes seguía erguido, viendo pasar el tiempo.

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