jueves, 22 de abril de 2010

El puerto

Las olas se fueron retirando, su cadencia, su intensidad, su tamaño era menor, poco a poco la arena del fondo del puerto fue emergiendo, los barcos que allí dormían al resguardo de la fuerza del bravo mar del norte, se fueron recostando contra el suelo cubierto de algas, piedras y desechos, los cangrejos huían en desbandada hacia las rocas, Las gaviotas hábiles, les atacaban como si fueran cazas alemanes. Hacia menos de una hora que la ultima farola se había apagado, una claridad lechosa descubría aquel paisaje lleno de colores brillantes.

Aquella hora vespertina era la hora bruja, la hora en la que me gustaba pasear, recorría el muelle mirando como las barcas de madera, los pequeños barcos de pesca, se tumbaban perezosamente. Esquivaba las nasas apiladas, los cabos amontonados, las boyas y los aperos de la faena marinera. Mi paseo me solía llevar a la punta del espigón, allí donde la tierra dejaba de profanar el azul mar. Miraba al principio hacia el este a lo largo de la costa, aquella agreste costa de escarpados acantilados, con flequillo de color verde, con infinidad de calas, con praderas verdes que contrastaban con el negro de las rocas. Me gustaba ver salir el sol por detrás de la cadena montañosa de la lejanía. Las montañas de donde extraíamos la madera cuando aun joven empecé a trabajar en el astillero de mi abuelo como aprendiz.

Cuando la dorada luz empezó a iluminar la superficie calma del mar, dándole un tono azul topacio, solo roto por el continuo bombardeo de las aves marinas que haciendo clavados imposibles se sumergían para obtener su desayuno. Después de mirar a ver si podía volver a divisar como cuando era un niño los surtidores de las ballenas que se acercaban en aquella estación a la costa. Miraba el conjunto del puerto, miraba la zona profunda de la dársena donde los barcos grandes de chapa y fibra seguían balanceándose. Mire el pequeño astillero que ya casi no funcionaba, las virutas de madera que antaño eran siempre blancas por los troncos recién tallados, las pilas de madera que se curaban al sol, hoy solo quedaban cuatro troncos, los barcos que se alienaban como en una formación militar, por orden de construcción, donde se podía ver todo el proceso de nacimiento, de creación. Porque los barcos de madera tenían alma, el alma de las manos que lo hacían, el alma de la gente que los habitaba, que les hacia bogar.

Era una pena, pero el seria el ultimo delos carpinteros de costa de aquel puerto, no quería seguir viendo como día a día, su pequeños, se iban pudriendo, como ya nadie encargaba un velero, una gabarra, un bote de remos, solo reparaciones. Veía como la luz cegadora de la soldadura sustituía en sonido de los martillos y hachuelas, como la brea y el algodón que servía para calafatear los cascos era sustituido por la silicona y la fibra de vidrio, por los trozos de chapa cuadrados que parecían parches en los pantalones de un marinero desaseado.

Su querida Alada, el nombre de su barco, porque para el era como una estrella, porque era una mujer que hablaba con La Mar que surcaba. Que había nacido de sus manos, en donde había vertido parte de su alma, estaba blanco, reluciente sus rayas azules y carmesí, eran reconocibles desde lejos, sus dos mástiles, y su cabina con forma de albatros, hacia que cuando salía a navegar todo el mundo mirase con envidia. Nunca dejaría que se pudriese en el fango como otros muchos de los barcos que había construido. Aun le quedaban muchos viajes, aun podría volar con sus alas blancas desplegadas, aun sentiría en sus jarcias la tensión del aire, sonaría los quejidos de sus juntas, de su madera hablándole con un lenguaje que solo ellos podían entender.

No dejaría nunca que cuando el no estuviera ella se ajase con el paso del tiempo. Sabían ambos que siempre les quedaba iniciar aquel viaje soñado, rumbo al ocaso, que seria su destino, su final. Siempre recordarían el día de su partida en el pueblo, y verían como se perdían en el horizonte, majestuosos con todo el trapo henchido de viento, escorando para virar hacia el oeste. Ese seria su último viaje, pero eso solo lo sabían ellos.

Me levante, al notar el primer rayo de sol en mi cara, la brisa del mar había empapado mi chaqueta, mi gorro estaba perlado de minúsculas gotas de agua y sal, encamine mis pasos hacia la dársena, hacia el pequeño astillero de mi propiedad, allí un solitario esqueleto de el ultimo barco me esperaba, solo la quilla y las cuadernas, seria un magnifico velero, parecido al mío, espero que lo quisieran como yo. Al acercarme el olor de la madera recién cortada me volvió a mis recuerdos y en mi mente se formo la imagen. Ya quedaba menos para poder emprender mi viaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario