viernes, 30 de abril de 2010

Un viaje

Un creciente murmullo me golpeo al abrirse las puertas de la estación de autobuses. El sonido de la megafonía se mezclaba con el ronroneo de los motores de los vehículos encendidos, con el traqueteo de las ruedas de las maletas, que sus dueños como bestias de carga arrastraban por el pavimento adoquinado. Un continuo parloteo de fondo dejaba escuchar palabras inconexas que como prófugos intentaban salir del encierro de las conversaciones mezcladas.

Era muy tarde casi media noche, el resto de la ciudad había cambiado su frenético ritmo por la quietud solo rota por algún coche que con su ocupante somnoliento se dirigía a su casa, o se preparaba par ir a trabajar, de fiesta, o cualquiera sabe su destino. Algún barrendero, algún jardinero regando los pequeños rincones verdes de la gris ciudad. Todo ello bañado por las luces ámbar y mortecinas de aquel alumbrado.

Había decidido ir en autobús hacia mi destino, prefería esto a otro medio de trasporte, no sabia porque pero hacia tanto tiempo que no montaba en uno de ellos que deseaba inconscientemente recordar alguna de aquellas excursiones que de niño hacia con el colegio. Recordar el pasillo central los asientos de atrás (que siempre eran par los malotes de la clase), el guardar la mochila en la parte de abajo del autobús, el poder sentarte en la ventana para mirar como el paisaje se trasformaba de ladrillo a campo. No se tal vez buscaba en algún asiento de aquellos aquella perdida inocencia, aquel tiempo que ya no volvería, aquella camaradería que con diez u once años crees que es para siempre.

La estación terminal de autobuses tiene ese olor especial que no tiene ninguna otra terminal de trasporte, es un olor a despedida definitiva, mezclado con olor a diésel, a aceite de motor, a cuero de las maletas, a sudor, al miedo que todo viaje desata en el ser humano, pero cuando vas a la de tren y ves que se va la persona a la que despides siempre te quedan las vías que te sirven como el hilo de Ariadna para llegar al final del laberinto, en el aeropuerto es tan impersonal, que solo sabes que entra en una habitación y pasados unos días sale de otra, en un puerto la estela que deja el barco al marcharse se va diluyendo, pero marca el rumbo. Un autobús no deja mas que humo, y las luces de freno al girar, pero no sabes nunca donde ira.

Los altavoces zumbaron, por encima del continuo murmullo escuche que anunciaban la salida de mi ruta. Salí de mi abstracción y me dirigí hacia el anden que indicaban, mis manos como siempre buscaban desesperadas el billete, no os pasa a vosotros, que lo tenéis en la mano durante un montón de tiempo, lo guardáis en un bolsillo, ¿y se os olvida en cual lo dejasteis?. Entro en la dársena numero 9, no esta mal el numero, un autobús pintado de mil colores, con el numero 919, con un cartel luminoso que indica todas las paradas, que marca con ritmo acompasado el viaje, va pasando ante mi.

Me acerco a las tripas del monstruo de metal, le alimento con aquella mochila que tantos viajes ha hecho, me dirijo a la parte de adelante donde una señorita vestida de azafata aérea (que contradicción) recoge los tiques, subo los tres peldaños que me separan de la plataforma de asientos. Realmente cuanto han cambiado el interior ahora parece un avión ha perdido aquella rancia decoración de mi niñez, asientos anatómicos, televisión, aire acondicionado, ventanas panorámicas, cortinillas enrollables, cinturones de seguridad. Por un momento después de sentarme y cerrar el compartimento que tengo encima de mi cabeza, desorientado miro por la ventana haber si veo las alas. Todos los trasportes se han “normalizado”, para imitar el interior de los aviones, que craso error, hubiese sido mejor que se hubiesen intentado parecer a los trenes de antaño, con sus compartimentos.

La espera es corta, después de pasar e ir llenando el interior, después de los perdones por el pisotón, por el me permite el asiento mío es el de la ventana, el me podría cambiar el sitio es que vamos juntos y nos han separado, etc., el conductor, uniformado, se sube, a su habitáculo,(porque ahora van aislado para que nadie hable con ellos, o por miedo al contagio, valla Vd. a saber) se oye el motor de arranque, una vibración como un terremoto recorre el vehículo y a todos los viajeros. Por el altavoz se escucha la dirección, las normas de viaje, la película, las paradas. Nos movemos, salimos del oscuro garaje a la oscura noche. Que pena mis recuerdos de un viaje en autobús no se corresponden con este viaje, pero lo importante es que después de mucho tiempo reanudo el interrumpido viaje, voy donde deje la etapa, y tendré una semana para seguir el Camino de Santiago.

Tal vez viajar en aquel medio de trasporte ha sido una escusa, tal vez ha sido la búsqueda de la realidad, seguramente fue porque era mas barato, o puede que sea por que esperaba ver a allí delante agarrada a los dos asientos primeros del pasillo a aquel profesor que nos llevaba de excursión, que nos hacia cantar, que nos mandaba callar. Bueno todo cambia, la vida, el compañero de viaje, el paisaje y sobre todo yo.

Espero y deseo que el camino siga inalterable y eterno, es algo que no cambia, eres tú y el sendero, tus pensamientos y el destino. Es el amanecer y el calor del medio día, la sombra, el arroyo, el frío y la lluvia. El final, el destino, los peregrinos que encuentras, las historias personales. Hoy reanudare una historia que deje hace tiempo, volveré ha intentar terminar ese camino. La noche, me lleva hacia la etapa, montado en una caja de metal y cristal, espero que al amanecer vea la iglesia del pueblecito que me despidió hace años.

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