jueves, 21 de enero de 2010

Agosto

Sentado a la sombra de una encina miro la simétrica estructura del campo labrado, fuera del frescor protector de mi refugio pasajero, el solo implacable cae como plomo derretido sobre los cultivos. Es la hora de la quietud e inactividad, la hora de un verano que parece eterno, que hace que el horizonte reverbere como si del desierto se tratase.

Estoy en los llanos infinitos de La Mancha, sentado después de comer, reposando mi frugal ágape, protegiéndome del sol justiciero de un mes de Agosto. El sudor compañero inseparable de mi andadura me satura, me inunda, hace de mí un completo charco vertical. La quietud del momento hace que solo se muevan mis ojos, forzando los parpados para poder mira a lo lejos.

A mi lado sentado sobre una espuerta un labrador, mira el fruto de su trabajo, mira las plantas que están en plena madurez, pletóricas, verdes, llenas de frutos. Mira como miraría a uno de sus hijos, orgulloso de lo que sus cuidados han conseguido.
Hemos compartido viadas y conversación, el me ha contado sus realidades, yo mis sueños, mis proyectos, el a tocado la tierra, ha cogido un puñado de esa tierra roja, áspera, seca. La ha olido, ha estado un rato callado y luego me ha dicho, este es mi sueño, mi proyecto, mi realidad.

Sus manos como la tierra que aprisiona, son ásperas, ajadas, secas, tienen la falsa apariencia de ser infértiles, pero como esa tierra son productivas, animosas, delicadas dulces a veces. Son manos reales, sinceras y francas. Lo se porque al estrechárselas, solo he notado fuerza y valor.

Nuestra conversación se ha apagado como el viento que sucede al medio día, no por que no quisiéramos decir más cosas, no porque no nos interesara hablar. Hay veces que los silencios dicen más que un libro. Después de comer, de tomar el último trago de vino de una bota desgastada por el tiempo, usada en infinidad de tardes calurosas, de mañanas frías, manchada de mil vinos, de mil manos. Hemos decidido reposar la comida, echarnos la siesta.

Yo me he sentado sobre una manta que me hace las veces de colchón cuando duermo al raso, apoyando mi espalda contra el tronco de la retorcida y venerable encina. Al apoyar mi espalda contra ella he notado lo antigua que era, las cosas que habrá vivido. Mi compañero, sentado en su improvisado trono, se ha apoyado en la azada que tenia a su lado, las manos sobre su astil, su cabeza sobre sus manos. Parecía que estaba rezando, el pañuelo que a modo de sombrero cubre su cabeza, empapado por el sudor de su frente, la amplia camisa de algodón de la misma guisa, inmóvil, como la estatua del Pensador; pero de un mármol humano.

Ha pasado una hora, pero me han parecido 1 minuto, no he dormido, o eso creo, me ha despertado la brisa que anuncia la llegada del atardecer, que anuncia una tormenta en la lejanía. Las chicharras monótonas han sido el coro que han acunado mi duerme vela. Miro hacia mi compañero y le veo en la misma posición, pero mirando las nubes lejanas, olisqueando el viento, en su rostro inmutable se ve una sombra de preocupación.

Teme que las nubes lejanas traigan piedra, que puedan dañar lo que durante casi medio año lleva cuidando, dando de beber su sudor y sangre. Tiene miedo, cualquier padre sufriría por un hijo. Coge otro puñado de tierra, lo deja caer despacio, mira como cae. Yo pienso que esta haciendo ese gesto para relajar la tensión. Para olvidar lo que puede pasar.

Le pregunto si esta preocupado, me responde que ya no, que la tormenta es de agua, y que solo rozara los cultivos. Mi mirada incrédula, mi cara de asombro, vamos que soy de ciudad. El sonriendo me dice que cuando ha dejado caer la tierra ha visto que el aire soplaba en otra dirección, que el polvo bajaba muy rápido, que eso era señal de la humedad y no del hielo, que al soplar el viento en esa dirección, las nubes que veíamos se desviarían.

Cuanto tengo que aprender, cuanto tengo aun que sorprenderme en mi viaje. Supongo que eso es lo que me hace seguir andando, esa gente, esos momentos. Creo que el día que no me sorprenda mi camino no tendrá sentido. Ahora espero que las nubes descarguen su agua sobre vosotros, así me limpiaran del polvo rojo de los caminos infinitos de esta tierra. Mañana seguiré hacia el horizonte, allí veo las siluetas de lo que parece ser una montaña. Hoy el día me ha enseñado que a la sombra de la sabiduría popular la ciencia es una aprendiza.

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